Cuento de Navidad escrito por la escritora Liana Castello.
Varios son los renos que tiran del trineo de Papá Noel. El
más famoso sin dudas, es Rodolfo, el que tiene la nariz colorada. Hoy contaremos la historia de otro de los renos
quien -sin llegar a tener roja su nariz- se hizo muy conocido una Navidad.
Horacio, así se llamaba, era un reno muy curioso y movedizo
que jamás se podía quedar quieto. Era famoso en el Polo Norte por ir de aquí
para allá mirando todo y poniendo sus patas donde podía y donde no también.
Era la época de Navidad y todos en el taller trabajaban sin
parar para llegar a tiempo con todos los regalos. No sólo trabajan los duendes,
sino que también lo hacían todos los renos entrenando todo el día para estar en
forma y poder volar por el mundo entero sin problemas.
Horacio era el fiel compañero de Rodolfo, juntos eran los
dos primeros renos del trineo y quienes dirigían a los que iban detrás,
siguiendo las indicaciones de Papá Noel. Jamás había habido problema alguno
durante el viaje más maravilloso y mágico del año.
Sin embargo, esa Navidad, las cosas no serían igual.
En el Polo Norte, crecían unas flores de un aroma muy rico,
pero que si uno se acercaba mucho para olerlas, terminaba muy mareado. Su
perfume era realmente embriagador, por eso Papá Noel, si bien las cuidaba como
a todas las flores, les había puesto un cerquito con un cartel que decía “No
Oler”.
Si pensamos que Horacio en todo metía su hocico y encima no
sabía leer, podemos imaginar qué pasó.
Justo el día antes de Navidad, se detuvo frente a las flores
y olió cuanto pudo y pudo mucho pues su narizota era realmente grande.
Al principio, el efecto del perfume no se sintió, pero a las
pocas horas, justo cuando el trineo debía levantar vuelo, Horacio empezó a sentir
cosas extrañas en su cuerpo.
No habían ni siquiera repartido los primeros regalos cuando
Horacio empezó a sentirse tan, pero tan mareado que el mundo entero le daba
vueltas a su alrededor. Ya no sabía para dónde iba, no importa para qué lado
Papá Noel tirara de las riendas, parecía que el reno había enloquecido y se
movía de un lado para el otro. Rodolfo y los demás renos trataron de sujetarlo,
pero el pobre Horacio, víctima del perfume de las flores, era un trompo sin
fin. Tanto se movía que, intentando subir una montaña, el trineo no pudo hacer
la maniobra acostumbrada y volcó.
Todos los regalos quedaron desparramados por el suelo. Papá
Noel fue a parar a la ladera de otra montaña, los demás renos quedaron patas
para arriba y Rodolfo ya no tenía roja su nariz, sino blanca del susto.
Tan rápido como pudieron, juntaron todos los regalos y
siguieron camino.
– ¿Estás bien? Preguntó Rodolfo a Horacio
– La verdad que no, me siento algo borrachín para ser
sincero. Contestó Horacio tratando de fijar la vista que se le iba de un lado
para el otro.
– ¿Tomaste alcohol? Sabés que no debemos.
– ¡Qué alcohol ni alcohol amigo! Estuve oliendo las flores
del cerquito.
– ¡Qué reno desobediente habías resultado! ¡Sabías que no se
puede! Ahora mirá lo que pasa, estás mareado.
– No te preocupes Rodolfo, trataré de recomponerme.
No terminó de decir esta frase que, producto de la
desorientación que tenía, no vio que el trineo venía en bajada.
Nada importaron los gritos de Papá Noel que ya se veía
dentro del lago y todo empapado, el trineo fue a parar casi casi en el medio
del agua.
Afortunadamente y gracias a los excelentes reflejos de
Rodolfo, los regalos no se mojaron. Dio un giro tan rápido que logró volver a
poner el trineo en su lugar y excepto por la barba de Papá Noel que chorreaba
mucho, el episodio no pasó a mayores.
Antes de que el efecto mareador del perfume de las flores se
esfumara, se atascaron en unas rocas.
Si bien, gracias a que todos colaboraron, pudieron salir sin
problemas, la entrega de los regalos estaba realmente atrasada. La noche pasaba
y los niños debían recibir sus regalos ¿llegarían a tiempo?
Una vez recompuesto del mareo, Horacio, sintiéndose muy
culpable por el atraso, tomó una decisión. Dividirían el trabajo de entrega con
Papá Noel. Rodolfo se sumó a la idea, unos irían a unas casas y otros a otras.
Los renos jamás habían salido del trineo y menos para repartir regalos, pero
era el momento justo para hacer algo que jamás habían hecho. Los niños no
podían quedarse sin obsequios.
Cuando el trabajo se hace en equipo y con un objetivo en
común, todo sale bien.
No fue fácil realmente ni para Rodolfo, ni para Horacio,
entrar en las casas sin romper algún adorno o cortina, pero si bien algún que
otro destrozo hicieron, lograron su cometido.
Horacio quería reparar la demora que habían tenido por su
culpa, Rodolfo quería ayudar a su amigo, Papá Noel quería hacer su trabajo y
por sobre todas las cosas, los tres
deseaban cumplir el sueño de todos los
niños.
El objetivo se cumplió, todos y cada unos de los regalos
fueron entregados, ningún niño quedó sin el suyo.
Lo cierto es que algunos niños que habían espiado esperando
conocer a Papá Noel, se encontraron que en vez de barba tenía cuernos, que
tenía cuatro patas y no dos piernas, que no usaba gorro, en fin. Hay que decir
que terminaron un poco confundidos, pero no mucho pues pensaron que el
desconcierto se debía al sueño que tenían por lo tarde que era y no a otra
cosa.
Eso sí, en el Polo Norte ya no hay un cartel en las flores
que diga “NO OLER”, lo reemplazaron por otro que dice: “SE RECOMIENDA A HORACIO
NO ACERCARSE A MENOS DE DIEZ METROS”.
Horacio aprendió a ser más prudente. No obstante ello, las siguientes navidades ayudó igual a Papá
Noel a repartir los regalos, pues aprendió el valor del trabajo en equipo y
vivió en carne propia la inmensa alegría de hacer felices a los niños.